LA NUBE DE LLUVIA - Descubrelima.pe

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THEODOR STORMLA NUBE DE LLUVIA

Theodor StormNació en 1817, en Husum, Schleswig-Holstein, región que en ese momentopertenecía a Dinamarca, actual Alemania. Fue un escritor, poeta, cuentista y novelista,perteneciente al realismo.Mientras estudiaba Derecho, publicó un primer volumen de sus obras en verso. Susdos obras más conocidas son las novelas Immensee (1849), novela melancólica que ledio su fama como escritor, y El jinete del caballo blanco, publicada por primera vez enabril de 1888, en la revista literaria Deutsche Rundschau. Asimismo, publicó la novelaPole Poppenspäler (1874) y la novela Aquis submersus (1877).Fallece en1888, en Hademarschen, Alemania.

La nube de lluviaTheodor StormChristopher Zecevich ArriagaGerente de Educación y DeportesJuan Pablo de la Guerra de UriosteAsesor de educaciónDoris Renata Teodori de la PuenteGestora de proyectos educativosMaría Celeste del Rocío Asurza MatosJefa del programa Lima LeeEditor del programa Lima Lee: José Miguel Juárez ZevallosSelección de textos: María Grecia Rivera CarmonaCorrección de estilo: Margarita Erení Quintanilla RodríguezDiagramación: Ambar Lizbeth Sánchez GarcíaConcepto de portada: Melissa Pérez GarcíaEditado por la Municipalidad de LimaJirón de la Unión 300, Limawww.munlima.gob.peLima, 2020

PresentaciónLa Municipalidad de Lima, a través del programaLima Lee, apunta a generar múltiples puentes para queel ciudadano acceda al libro y establezca, a partir deello, una fructífera relación con el conocimiento, conla creatividad, con los valores y con el saber en general,que lo haga aún más sensible al rol que tiene con suentorno y con la sociedad.La democratización del libro y lectura son temasprimordiales de esta gestión municipal; con ellobuscamos, en principio, confrontar las conocidasbrechas que separan al potencial lector de la bibliotecafísica o virtual. Los tiempos actuales nos planteannuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismocomo país, pero también oportunidades para lograrese acercamiento anhelado con el libro que nos llevea desterrar los bajísimos niveles de lectura que tienenuestro país.La pandemia del denominado COVID-19 nos planteauna reformulación de nuestros hábitos, pero, también,una revaloración de la vida misma como espacio de

interacción social y desarrollo personal; y la culturade la mano con el libro y la lectura deben estar en esaagenda que tenemos todos en el futuro más cercano.En ese sentido, en la línea editorial del programa, seelaboró la colección Lima Lee, títulos con contenidoamigable y cálido que permiten el encuentro con elconocimiento. Estos libros reúnen la literatura deautores peruanos y escritores universales.El programa Lima Lee de la Municipalidad de Limatiene el agrado de entregar estas publicaciones a losvecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar esemaravilloso y gratificante encuentro con el libro yla buena lectura que nos hemos propuesto impulsarfirmemente en el marco del Bicentenario de laIndependencia del Perú.Jorge Muñoz WellsAlcalde de Lima

LA NUBE DE LLUVIA

No era posible recordar un verano tan caluroso desdehacía un siglo. En los campos, que se extendían casi sinvegetación, estaban esparcidos los animales mansos y lossalvajes, exhaustos bajo el calor abrasador.Una mañana de ese tórrido verano, las calles del puebloestaban desiertas: todo aquel que podía, buscaba refugioen su casa o en cualquier otro lado. Ni a los perros se lesveía andar bajo el sol. El robusto granjero propietario delas praderas más bajas de la región estaba a la entrada desu magnífica casona; fumaba, con el sudor cubriéndoleel rostro, de una gran pipa de madera de rosa. Satisfecho,miraba sonriente hacia una enorme carreta cargada deheno, que en esos momentos conducían a la era.Años atrás había adquirido una considerable extensiónde suelo pantanoso a un precio ínfimo. En los últimosaños, cuando tras accidentados esfuerzos las cosechas delos vecinos se daban muy diezmadas, él veía, en cambio,cómo su henil se llenaba con la calidez y el aroma de lasiega, mientras en su arca atesoraba genuinos táleros delrey.De pie, esa mañana hacía cuentas de lo que podríaganar con los precios, siempre ascendentes, de suabundante cosecha.8

—Nadie obtiene nada —murmuró, haciéndosesombra con la mano y mirando, en dirección de loscaseríos vecinos, hacia la reverberante lejanía—. Ya nollueve más en el mundo.Acto seguido se encaminó a su carreta, que en esemomento era descargada, arrancó un manojo de heno, lollevó hacia su ancha nariz y sonrió tan pícaramente comosi pudiera sacar unos táleros más al olfatear el penetrantearoma.Entró en seguida al solar una mujer de unos cincuentaaños. La palidez de su cara revelaba sufrimiento. Con elnegro mantón de seda rodeándole el cuello, destacabaaún más la melancólica expresión de su rostro.—Buenos días, vecino —dijo, extendiéndole la manoal granjero para saludarlo—. ¡Qué horno es este, loscabellos le queman a uno la cabeza!—¡Que arda, madre Stine, que arda! —replicó él—.¡Mira tan solo la carreta rebosante de heno! ¡A mí no meha de ir tan mal!—¡Sí, sí, hombre! Usted ya puede reírse, pero ¿quéserá de los demás si todo continúa de esta manera?9

El granjero oprimió con el pulgar el tabaco de su pipa,la encendió y se puso a arrojar inmensas volutas de humo.—¿Ve? —dijo él—. Este es el resultado de ser precavido.Siempre se lo dije a su difunto esposo; él lo sabía muybien. ¿Por qué tendría que haber cambiado sus tierrasbajas? Ahora tiene las tierras altas, donde los sembradíosse secan y el ganado se consume.La mujer suspiró.El robusto hombre se puso de pronto condescendiente.—Pero, madre Stine —le dijo a la mujer—, ya me doycuenta de que no ha venido aquí solamente por venir.Cuénteme, ¿qué le aflige?La viuda clavó la mirada en el suelo.—Sabe bien —le dijo ella— que los cincuenta tálerosque me ha prestado debo devolvérselos para el Día deSan Juan, y ese día ya está cerca.El campesino posó la mano sobre el hombro de lamujer.10

—¡No se preocupe por ahora, mujer! No necesito eldinero, no soy un hombre que viva al día. A cambio, ustedpuede darme sus terrenos como prenda; ciertamenteno son de los mejores, pero por esta ocasión me seránrazonablemente buenos. El sábado podemos ir ante eljuez.La afligida mujer volvió a suspirar.—Pero eso causará nuevos gastos —le dijo—. Aunque,de todos modos, le doy las gracias.El granjero no había dejado de mirarla con suscautelosos y pequeños ojos, luego de lo cual pasó a decir:—Ya que estamos aquí, quiero decirle también queAndrés, su hijo, ¡pretende a mi hija!—¡Ay, Dios, vecino, pero si los niños han crecidojuntos!—Eso es posible, mujer, pero si el muchacho piensaque puede cortejar a mi hija guiado por el interés de lafinca, ¡entonces ha hecho sus cuentas sin mí!11

La débil mujer se irguió un tanto y lo miró con la rabiaasomando a los ojos.—¿Qué tiene que criticar a mi Andrés? —dijo ella.—¿A su Andrés, señora Stine?. ¡Pues nada, por cierto!Pero. —y pasó la mano por encima de la botonadura deplata de su roja chaqueta— se trata de mi hija, y la hijadel dueño de las praderas puede aspirar a algo mejor.—¡No sea tan obstinado, vecino! —le dijo convoz suave la mujer—. Antes de que llegaran los añoscalurosos.—Pero han llegado, y aún campean en estas tierras. Esmás, en el presente año no hay perspectivas de que reúnauna sola cosecha en el granero. De manera que su granjava año con año de mal en peor.La mujer se detuvo en una profunda reflexión, parecíahaber escuchado apenas las últimas palabras.—Sí —dijo ella—, usted puede por desgracia tenerrazón. La Nube lluviosa debe haberse dormido, ¡pero.puede despertar!12

—¿La Nube lluviosa? —repitió el granjero, conbrusquedad—. ¿También usted cree en esa monserga?—¡Ninguna monserga, vecino! —replicó ella,misteriosamente—. Mi antepasada, cuando era joven,una vez la despertó. Conocía las palabras necesariaspara lograrlo, mismas que me dio a conocer en variasocasiones. Pero desde que ella murió, que fue hace yamucho, las he olvidado.El hombre, gordo como era, se rio tanto que losbotones plateados le brillaron sobre la barriga.—Entonces, madre Stine, siéntese y reflexione sobreesas palabras tan poderosas. ¡Yo confío en mi barómetro,y este indica, desde hace ocho semanas, buen tiempo!—¡El barómetro es una cosa muerta, vecino, no puedeproducir el clima!—Y su Nube lluviosa ¡es un fantasma, una quimera,una nada!—Muy bien, señor —dijo la mujer, tímidamente—,¡usted es uno de los nuevos creyentes!13

Pero el hombre iba perdiendo cada vez más lapaciencia.—¡Nuevo o viejo creyente! —exclamó—. ¡Vaya ybusque a su mujer de la lluvia y repita sus palabras, si esque aún puede hacer llover, entonces.! —se contuvo yechó unas bocanadas de humo por delante.—¿Entonces qué, vecino? —preguntó la mujer.—Entonces. Entonces. ¡Al diablo! Sí. Entonces.su Andrés puede cortejar a mi María.En ese momento se abrió la puerta de la estancia yuna hermosa y esbelta muchacha de ojos oscuros saliódel portal, encaminándose hacia ellos.—¡Dame la mano, padre! ¡Trato hecho! —dijo.Y dirigiéndose a un hombre de avanzada edad, que enese momento iba llegando, añadió:—¡Usted lo ha escuchado, primo Schulze!—Está bien, está bien, María —dijo el granjero—, no14

necesitas buscar testigos ante tu padre. De mi palabra niun ratón ha mordido siquiera una letra.Entre tanto, Schulze se apoyó en su largo bastón ymiró a lo lejos, durante largo rato, en el libre día; con supenetrante mirada vio entonces flotar, en la profundidaddel cielo ardiente, un puntito blanco; o solo lo deseaba,y por tanto creía haberlo visto. De cualquier manera,sonrió embozadamente y dijo:—¡Que lo aproveche, primo! Como quiera que sea,Andrés es un muchacho trabajador.Poco después, mientras el granjero y Schulze, sentadosen la estancia, ajustaban algunas cuentas, María entró enla casita de la señora Stine, al otro lado de la calle.—¡Pero, niña! —dijo la viuda, tomando la rueca de unrincón—. ¿Sabes las palabras que pueden despertar a laMujer de la lluvia?—¿Yo? —preguntó la muchacha, levantando haciaatrás la cabeza, admirada.—Pues eso mismo supuse, ya que parecías tan resueltaante tu padre.15

—No, madre Stine, solo lo sentí de esa manera. Aunqueviéndolo bien, pienso que usted podría recordarlas.Ponga un poco de orden en sus pensamientos. ¡Debenestar ocultas en algún lado!La señora Stine solo asintió con un movimiento decabeza.—Mi antepasada murió hace muchos años. Pero unacosa sí recuerdo bien: cuando padecíamos una gransequía, como ahora precisamente, y se malograbannuestras siembras y nuestro ganado se moría, ella solíadecir en completo secreto: «Esto nos hace, jugando connosotros, el Hombre de fuego. Pues una vez desperté a laMujer de la lluvia.—¿El Hombre de fuego? —preguntó la muchacha —.¿Quién es?Pero antes de que pudiera recibir una respuesta dela señora Stine, ya la muchacha había corrido hacia laventana, exclamando:—¡Por Dios, madre, allí viene Andrés! ¡Qué alteradoparece!16

La viuda se levantó de su rueca.—Claro, mi niña —dijo la señora, consternada—,¡mira nada más lo que carga en su espalda! Murió de sedotra de nuestras ovejas.Poco después entró el joven y colocó el animal muertoa la vista de las mujeres.—¡Mira! —dijo, con gesto ceñudo, al limpiarse elsudor de la frente.Las mujeres miraron más la expresión de su rostroque a la criatura muerta.—¡No te lo tomes tan a pecho! —dijo María—. ¡Vamosa despertar a la Mujer de la lluvia y todo irá bien!—¡La Mujer de la lluvia! —repitió él, sordamente—.Sí, María, ¿y quién la despertará? Pero esto no fue loúnico que ocurrió. Todavía antes de volver me pasó otracosa.La madre tomó su mano en un gesto amoroso.17

—Entonces cuenta lo que te pasó, hijo mío, cuéntalo—lo amonestó ella—. Para que ya no te perturbe más.—Pues escuche —dijo él—: quería ver a las ovejas.Quería saber si la poca agua que anoche les llevé no sehabía evaporado. Pero al llegar al pastizal advertí deinmediato que las cosas no estaban donde yo las habíapuesto, ni podían verse las ovejas; bajé en su busca poruna pendiente, hasta llegar a la enorme colina. Apenasllegué al otro extremo, las vi a todas tumbadas, sin aliento,resollando con los cuellos ceñidos a la tierra. Esta pobrecriatura ya había estirado la pata. A su lado, la tinajaestaba derribada y totalmente seca. Los animales nopodían haberlo hecho. ¡Debe haber una mano enemigaen todo esto!—¡Calma, niño, calma! —lo interrumpió la madre—.¿Quién querría perjudicar a una pobre viuda?—Escuche, madre. La cosa no acaba ahí. Subí a lacolina hasta donde me fue posible ver el llano en todasdirecciones. Pero no pude ver a nadie, la sofocantecanícula, como todos los días, sumía en silencio loscampos. Solo a mi lado, encima de una gran roca, pordonde la caverna de los enanos penetra la colina, una18

robusta salamandra asoleaba su horrible cuerpo. Cuandoaún estaba entre furioso y desconsolado, oí de prontodetrás de mí, a lo lejos, una especie de murmullo, comosi alguien hablara consigo mismo apasionadamente.Cuando me volví, pude observar a un ser deforme yrugoso, un hombre que vestía una especie de mantónrojo con una caperuza del mismo color. Descendía a pasolento entre los brezales. Me asusté al pensar ¡de dóndehabrá salido tan repentinamente! Tenía un aspecto tantemible como sospechoso. Las enormes manos, de unrojo parduzco, estaban cruzadas a la espalda mientras losretorcidos dedos jugueteaban en el aire como patas dearaña. Me coloqué tras un matorral espinoso. A la sombrade unas rocas, y sin que él se percatara de mi presencia,pude verlo desde mi escondite. El monstruo se mantuvoinquieto, se agachaba y arrancaba de la tierra manojos dehierba seca; me dije entonces cómo era posible que nose fuera de bruces, rodando con su cabeza de calabaza;pero se levantaba de nuevo, manteniéndose erguidosobre las piernas flacuchas, frotando la seca hierba en susinmensos puños, hasta hacerla polvo; empezó a reír tanterriblemente que, al otro extremo de la colina, las ovejas,medio muertas, se precipitaron en salvaje y veloz huida alo largo del declive. El hombrucho ese expulsó, con todo19

su cuerpo, una risa cortante y empezó a saltar sobre unay otra pierna, de manera que creí que las finas canillasacabarían por quebrarse bajo el granuloso cuerpo. Suaspecto resultaba terrible, pues a todo esto, sus pequeñosy negros ojos fulguraban intensamente.En silencio, la viuda tomó la mano de la muchacha.—¿Sabes ahora quién es el Hombre de fuego? —dijo;en tanto, María asintió.—Pero lo más espantoso —continuó Andrés— era suvoz. «Si supieran, si supieran —gritaba—, los brutos, lospatanes». Y después cantó, con su ronca y chillona voz,un extraño verso que repetía siempre, como si nuncapudiera quedar satisfecho. ¡Esperen, ahora lo recuerdo!Luego de un momento, continuó:—¡El vapor es el humo, el polvo la fuente!.La madre soltó de pronto la rueca, con la que no habíadejado de hilar infatigablemente durante el relato de suhijo, y lo miró con atención. Sin embargo, él guardó otravez silencio y pareció querer recordar.20

—¡Continúa! —le pidió ella en voz baja.—No lo recuerdo, madre. Se me ha borrado de lacabeza por más que lo repetí cien veces al regreso.Pero al continuar la señora Stine, con voz insegura:—¡Mudos son los bosques; el Hombre de fuego bailapor los campos!Entonces Andrés añadió rápidamente:—¡No dejes pasar más tiempo; eh, tú, despierta! ¡Lamadre te trae a tu casa cruzando la noche!—¡Esas son las palabras olvidadas que ayudan adespertar a la Mujer de la lluvia! —exclamó la señoraStine—. Y ahora, ¡de nuevo otra vez! ¡María, pon atencióny no las olvides nunca más!Madre e hijo repitieron acompasadamente:—¡El vapor es el humo; el polvo, la fuente! ¡Mudos sonlos bosques; el Hombre de fuego baila por los campos!¡No dejes pasar más tiempo; eh, tú, despierta! ¡La madrete trae a tu casa cruzando la noche!21

—¡Y ahora, toda miseria llega a su fin! —exclamóMaría—. ¡Vamos a despertar a la Nube de lluvia, mañanalos campos estarán otra vez verdes y pasado mañanahabrá boda!Y con ligeras palabras y fulgurantes ojos, contó aAndrés qué clase de promesa había obtenido de su padre.—¡Pero, niña! —dijo la viuda—. ¿Es que acaso conocesel camino que lleva a la Nube de lluvia?—No, madre Stine. ¿Usted no sabe tampoco elcamino?—María, tú sabes que fue mi antepasada quien lavisitó, y del camino nunca me contó nada.—Andrés —dijo María tomando del brazo al joven,que en ese momento, con hosca expresión, clavaba lamirada en algún punto—, entonces tú di algo. Siempretienes algún consejo.—Es posible que pronto pueda obtener alguno—replicó él, circunspecto—. Tengo que darles agua a lasovejas este mediodía. ¡Tal vez pueda escuchar al Hombre22

de fuego ocultándome tras un matorral! Si ha reveladolas palabras, ha de revelar también el camino. Su anchacabeza parece estar repleta de todas esas cosas.Y quedaron en todo de común acuerdo. A pesar dediscutir tanto en favor como en contra, no llegaron amejor decisión. Poco después, Andrés se encontraba consu carga de agua en lo alto del pastizal. Vio desde lejos alduende cuando este se aproximaba a la colina. Sentadoencima de una roca, a unos pasos de la cueva de losenanos, se peinaba la roja barba con los dedos abiertos;cada vez que sacaba la mano, se desprendían mechonesde fuego que flotaban a todo lo largo del campo, bajo laintensa luz del sol.Andrés pensó: «Has llegado demasiado tarde. No vasa saber nada por hoy». Y quiso darse la vuelta, como sinada hubiera visto, hacia donde estaba la tinaja derribada.Pero escuchó que lo llamaron.—¡Yo pensaba que tenías que hablar conmigo! —oyódecir, a sus espaldas, a la penetrante voz.Andrés se dio vuelta, retrocediendo unos cuantospasos.23

—¿Qué tendría que hablar con usted —replicó él—, sino lo conozco?—¿Es que acaso no quieres saber cuál es el caminoque conduce a la señora Nube?—¿Quién le ha dicho tal cosa?—Mi pequeño dedo, pues él es más sabio que cualquiergran tipo.Andrés hizo acopio de valor y se acercó al monstruounos cuantos pasos.—Puede ser que su meñique sea todo un sabio —ledijo—, pero el camino que lleva a la Mujer de la lluviano lo ha de conocer, puesto que ni los más sabios sabencuál es.El duende se hinchó como un sapo y pasó lasgarras por su barba de fuego, de manera que Andrés setambaleó unos cuantos pasos hacia atrás a causa del calorque se desprendía. Pero de pronto clavó sus pequeñosy malignos ojos en el joven y, con expresión de altivodesprecio, le dijo como en un graznido:24

—Eres demasiado simple, Andrés. Aunque te dijeraque la Nube de lluvia habita detrás del gran bosque, nosabrías que detrás de él hay un sauce seco.«Aquí se trata de jugar al tonto», pensó Andrés.A decir verdad, pese a que Andrés era un muchachohonesto, también por naturaleza era astuto.—Tienes razón —dijo con la boca exageradamenteabierta—, ¡pues tal cosa en verdad no la sabría!—Y aunque te dijera —continuó el Hombre de fuego—que detrás del bosque hay un sauce seco, no sabrías sinembargo que dentro del árbol hay una escalera queconduce al jardín de la señora Nube.—¡Cómo puede uno equivocarse! —exclamóAndrés—. Yo pensaba que únicamente podía unopasearse hacia el interior.—Y aunque solo pudieras pasearte hacia el interior,tampoco sabrías que la señora Nube solo puede serdespertada por una virgen auténtica.—Pues así es —opinó Andrés—, no hay remedio. Nocabe duda de que será mejor que me regrese a casa.25

Una sonrisa maliciosa deformó la ancha boca delduende.—¿No quieres primero poner tu agua dentro de latinaja? —preguntó este—. Tu hermoso ganado estáprácticamente consumido.—¡Tiene razón por cuarta vez —respondió elmuchacho, y caminó con sus baldes de agua, rodeando lacolina. Pero al arrojar el agua dentro de la ardiente tinaja,aquella borbotó y se disipó en el aire por completo.«Esto está bien —pensó él—, me llevaré conmigo lasovejas a casa y, a primera hora, acompañaré a María parair con la Nube de lluvia. ¡Ella la despertará!».Al otro lado de la colina, el duende se levantó de laroca. Arrojó al aire su gorro y se revolcó pendiente abajodando es

interacción social y desarrollo personal; y la cultura de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa agenda que tenemos todos en el futuro más cercano. En ese sentido, en la línea editorial del programa, se elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido amigable y cálido que permiten el encuentro con el conocimiento.

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