Las Trampas Del Deseo: Cómo Controlar Los Impulsos . - Alas De Hermes

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ÍndicePortadaDedicatoriaIntroducción1. La verdad de la relatividad2. La falacia de la oferta y la demanda3. El coste del coste cero4. El coste de las normas sociales5. La influencia de la excitación sexual6. El problema de la desidia y el autocontrol7. El alto precio de la propiedad8. Mantener las puertas abiertas9. El efecto de las expectativas10. El poder del precio11. El contexto de nuestro carácter (parte I)12. El contexto de nuestro carácter (parte II)13. Cervezas y chollosAgradecimientosLista de colaboradoresBibliografía y lecturas adicionalesNotas

Créditos

A mis mentores, colegas y alumnos,que hicieron emocionante esta investigación.

IntroducciónDe cómo una lesión me condujo a lairracionalidad y a la investigación de laque aquí se trataMucha gente me ha dicho que tengo unamanera poco habitual de ver el mundo. Más omenos durante los últimos veinte años de mitrayectoria como investigador he tenido ocasión dedivertirme bastante averiguando qué es lo queinfluye realmente en nuestras decisiones cotidianas(lo cual es distinto de lo que nosotros creemos, amenudo con gran confianza, que influye en ellas).¿Sabe usted por qué nos prometemos anosotros mismos tan a menudo que haremos dieta yejercicio, sólo para ver cómo la idea se desvaneceen cuanto el carrito de postres pasa a nuestro lado?¿Sabe por qué a veces nos sorprendemos a

nosotros mismos comprando entusiasmados cosasque en realidad no necesitamos?¿Sabe por qué seguimos teniendo dolor decabeza después de tomar una aspirina que noscuesta cinco céntimos, pero ese mismo dolor decabeza desaparece si la aspirina nos cuesta 50?¿Sabe por qué una persona a la que se pideque recuerde los Diez Mandamientos tiende a sermás honesta (al menos inmediatamente después)que otra a la que no se le pide tal cosa? ¿O por quélos códigos de honor reducen efectivamente ladeshonestidad en el lugar de trabajo?Cuando haya acabado de leer este libro sabrálas respuestas a estas y muchas otras preguntas quetienen consecuencias en nuestra vida personal, ennuestra vida empresarial y en nuestra manera dever el mundo. Conocer la respuesta a la preguntasobre la aspirina, por ejemplo, tiene implicacionesno sólo en nuestra elección personal a la hora deadquirir un medicamento, sino también en uno delos más importantes temas que afronta nuestra

sociedad: el coste y la eficacia del seguro deenfermedad. Comprender el impacto de los DiezMandamientos a la hora de refrenar ladeshonestidad podría ayudar a evitar el próximofraude estilo Enron. Y comprender la dinámica dela alimentación impulsiva tiene consecuenciaspara todas las demás decisiones impulsivas denuestra vida; incluyendo por qué nos resulta tandifícil ahorrar dinero para cuando lleguen lasvacas flacas.Mi objetivo, una vez que haya acabado deleer este libro, es el de ayudarle a repensaresencialmente qué es lo que le mueve a usted y alas personas que le rodean. Espero poder llevarlea ello presentándole un amplio abanico deexperimentos científicos, hallazgos y anécdotasque en muchos casos resultan bastante divertidos.Una vez que descubra lo sistemáticos que resultanciertos errores –cómo los repetimos una y otravez–, creo que empezará a aprender cómo evitaralgunos de ellos.

Pero antes de empezar a contarle mi curiosa,práctica, entretenida y, en algunos casos, inclusodeliciosa investigación sobre la alimentación, lascompras, el amor, el dinero, la desidia, la cerveza,la honestidad y otras áreas de la vida, creo que esimportante que le hable de los orígenes de mirelativamente heterodoxa visión del mundo y, porende, de este libro. Por desgracia, mi introducciónen este ámbito se inició con un accidente ocurridohace muchos años, que fue cualquier cosa menosdivertido.Una tarde, que por lo demás habría sido la deun viernes normal y corriente en la vida de unjoven israelí de dieciocho años, todo cambióirreversiblemente en cuestión de segundos. Laexplosión de una gran bengala de magnesio, de lasque se utilizan para iluminar los campos de batallapor la noche, dejó el setenta por ciento de micuerpo cubierto de quemaduras de tercer grado.Pasé los tres años siguientes cubierto devendajes en un hospital, y luego, durante un

tiempo, aparecí en público sólo ocasionalmente,ataviado con un ceñido traje sintético y unamáscara que me hacían parecer una especie deSpiderman de vía estrecha. Al no poder participaren las mismas actividades cotidianas que misamigos y mi familia, me sentía parcialmentedistanciado de la sociedad, y empecé a observarlas mismas actividades que habían constituido mipropia rutina diaria como si fuera alguien ajeno aellas. Como si procediera de una cultura o unplaneta distintos, empecé a reflexionar sobre losobjetivos de diversos comportamientos, míos y deotras personas. Así, por ejemplo, empecé apreguntarme por qué me gustaba una chica pero nootra, por qué mi rutina diaria estaba diseñada paraque les resultara cómoda a los médicos pero no amí, por qué me gustaba hacer escalada pero noestudiar historia, por qué solía preocuparme tantopor lo que los demás pensaran de mí y, sobre todo,qué hay en la vida que motiva a la gente.En los tres años que pasé en el hospital

después de mi accidente tuve una ampliaexperiencia con distintas clases de dolor, y unmontón de tiempo entre tratamientos y operacionespara reflexionar sobre él. Durante aquellos largosaños mi agonía cotidiana se produjo en el «baño»,un proceso diario en el que me empapaban en unasolución desinfectante, me quitaban las vendas y seeliminaban las partículas de piel muerta. Cuandola piel está intacta, los desinfectantes producen unmoderado picor y en general las vendas salen confacilidad. Pero cuando apenas hay piel, o no la hayen absoluto –como era mi caso debido a lasextensas quemaduras–, las vendas se enganchan ala carne, y el desinfectante duele como ningunaotra cosa que pueda describir.Muy pronto, en la sección de quemados,empecé a hablar con las enfermeras que meadministraban el baño diario a fin de entendercómo enfocaban mi tratamiento. Normalmente, lasenfermeras cogían una venda y la arrancaban lomás rápido posible, provocando un dolor intenso

pero breve; luego repetían el proceso durante unahora o así hasta quitar todas y cada una de lasvendas. Una vez finalizado el proceso, merecubrían de pomada y de nuevas vendas a fin depoder repetirlo al día siguiente.No tardé en darme cuenta de que lasenfermeras tenían la teoría de que tirarvigorosamente de las vendas, provocando unagudo pinchazo de dolor, resultaba preferible(para el paciente) a arrancar dichos vendajes pocoa poco, lo cual puede que no produjera unpinchazo de dolor tan intenso, pero sí prolongaríael dolor durante más tiempo, y, en consecuencia,resultaría más doloroso en su conjunto. Lasenfermeras habían llegado asimismo a laconclusión de que no había diferencia alguna entreestos dos posibles métodos: empezar por la partemás dolorida del cuerpo e ir pasando luego haciala menos dolorida, o empezar por la parte menosdolorida y avanzar después hacia las zonas dondeel dolor resultaba más atroz.

Como alguien que de hecho habíaexperimentado el dolor del proceso de extracciónde las vendas, yo no compartía sus creencias (quejamás habían sido científicamente comprobadas).Además, sus teorías no consideraban en lo másmínimo la cantidad de temor que el paciente sentíaantes del tratamiento; las dificultades de abordarlas fluctuaciones del dolor a lo largo del tiempo;la incertidumbre de no saber cuándo empezará ycuándo disminuirá el dolor, o los beneficios desentirse confortado por la posibilidad de que eldolor se reduzca con el tiempo. Sin embargo, dadolo indefenso de mi situación, apenas teníainfluencia sobre nada de ello.En cuanto pude abandonar el hospital por unperíodo prolongado (seguiría volviendo paraocasionales operaciones y tratamientos duranteotro cinco años), empecé a estudiar en laUniversidad de Tel Aviv. Durante mi primersemestre asistí a una clase que cambiaríaprofundamente mi perspectiva de investigación y

determinaría en gran medida mi futuro. Era laclase de fisiología del cerebro, que daba elprofesor Hanan Frenk. Además del fascinantematerial que el profesor Frenk nos presentó sobreel funcionamiento del cerebro, lo que más meimpactó de su clase fue su actitud ante laspreguntas y las teorías alternativas. Muchas veces,cuando levantaba la mano en clase o me pasabapor su despacho para sugerirle una interpretacióndistinta de algunos resultados que habíapresentado, él me respondía que mi teoríaconstituía ciertamente una posibilidad (algoimprobable, pero una posibilidad al fin), y luegome desafiaba a que propusiera una pruebaempírica que la diferenciara de la teoríaconvencional.Idear tales pruebas no era tarea fácil, pero laidea de que la ciencia era una empresa empíricadonde todos los que intervenían en ella –incluidoun estudiante novel como yo mismo– podíanconcebir teorías alternativas, con la única

condición de que encontraran formas empíricas decomprobar dichas teorías, me abrió un mundonuevo. En una de mis visitas al despacho delprofesor Frenk le propuse una teoría para explicarcómo se desarrollaba cierta fase de la epilepsia, eincluí una idea sobre cómo podía comprobarse conratas.Al profesor Frenk le gustó la idea, y durantelos tres meses siguientes estuve trabajando conunas cincuentas ratas, implantándoles catéteres enla médula espinal y suministrándoles diferentessustancias a fin de aumentar o reducir susconvulsiones epilépticas. Uno de los problemasprácticos de este planteamiento era el hecho deque los movimientos de mis manos eran muylimitados a causa de mis lesiones, y, comoconsecuencia de ello, me resultaba muy difíciltrabajar con las ratas. Por fortuna para mí, mimejor amigo, Ron Weisberg –ferviente vegetarianoy amante de los animales–, aceptó acompañarme allaboratorio varios fines de semana y ayudarme con

los procedimientos; una auténtica prueba deamistad donde las haya.Al final resultó que mi teoría estabaequivocada, pero ello no disminuyó en nada mientusiasmo. Al fin y al cabo, había podidoaprender algo de mi teoría; y aunque ésta eraerrónea, era bueno saberlo con certeza. Siempreme hacía muchas preguntas acerca de cómofuncionan las cosas y de cómo actúa la gente, y minuevo descubrimiento –que la ciencia meproporcionabalasherramientasylasposibilidades de examinar cualquier cosa que yoconsiderara interesante– me condujo al estudio delcomportamiento de las personas.Provisto de esas nuevas herramientas, centréuna gran parte de mis esfuerzos iniciales encomprender cómo experimentamos el dolor. Porrazones obvias, me preocupaban especialmente lassituaciones tales como mi tratamiento en el baño,en las que debe infligirse dolor a un pacientedurante un período de tiempo prolongado. ¿Era

posible reducir la agonía de aquel dolor en suconjunto? Durante los años siguientes tuve laoportunidad de realizar toda una serie deexperimentos de laboratorio conmigo mismo, conmis amigos y con varios voluntarios –utilizando eldolor físico inducido por el agua caliente, el aguafría, la presión y los sonidos fuertes, e incluso eldolor psíquico derivado de perder dinero en labolsa– en busca de respuestas.Cuando hube terminado me di cuenta de quelas enfermeras de la sección de quemados eranpersonas amables y generosas (bueno, salvo unaexcepción), con un montón de experiencia a lahora de empapar y quitar vendajes, pero que nopor ello su teoría sobre lo que podía o nominimizar el dolor de sus pacientes resultabacorrecta. ¿Cómo podían estar tan equivocadas –mepregunté–, considerando su vasta experiencia?Dado que conocía a aquellas enfermeraspersonalmente, yo sabía que su forma de actuar nose debía a la malicia, la estupidez o la negligencia.

Lejos de ello, muy probablemente eran víctimas deuna serie de prejuicios inherentes a su percepcióndel dolor de los pacientes; unos prejuicios queaparentemente no se habían visto alterados nisiquiera por su vasta experiencia.Por tales razones, me sentí especialmenteemocionado cuando, una mañana, volví a lasección de quemados y presenté mis resultadoscon la esperanza de influir en los procedimientosde eliminación de vendajes empleados con otrospacientes. Tal como les expliqué a las enfermerasy a los médicos, resultaba que la gente sentíamenos dolor si los tratamientos (como el de quitarlas vendas en un baño) se realizaban con menorintensidad y mayor duración que si se alcanzaba elmismo objetivo empleando una mayor intensidad yuna duración menor. En otras palabras: yo habríasufrido menos si me hubieran quitado las vendaspoco a poco en lugar de emplear su método deltirón.Las enfermeras se mostraron sinceramente

sorprendidas por mis conclusiones, pero no másde lo que me sorprendí yo al escuchar lo que dijoal respecto Etty, mi enfermera preferida. Admitíaque su idea era errónea y que debían modificar susmétodos; pero precisaba que cualquier análisis deldolor infligido en el tratamiento del baño debíatener en cuenta también el sufrimiento psíquico queexperimentaban las enfermeras al oír los gritos dedolor de sus pacientes. Quitar las vendas de untirón podía resultar más comprensible –explicaba–si ésta era también la forma que tenían lasenfermeras de abreviar su propio tormento (y susrostros a menudo revelaban que en efecto estabansufriendo). Al final, no obstante, todoscoincidimos en que debía modificarse elprocedimiento, y de hecho algunas de lasenfermeras siguieron mis recomendaciones.Por lo que yo sé, dichas recomendacionesjamás llegaron a modificar el proceso deeliminación de vendajes a mayor escala, pero elepisodio dejó una impresión especial en mí. Si las

enfermeras,contodasuexperiencia,malinterpretaban de ese modo lo que constituía larealidad para los pacientes de los que tantocuidaban, quizá otras personas malinterpretaban demodo parecido las consecuencias de suscomportamientos, y, por esa razón, tomaban lasdecisiones erróneas. Decidí entonces ampliar micampo de investigación, pasando del dolor alestudio de los casos en los que las personascometen errores repetidamente sin ser capaces deaprender demasiado de su propia experiencia.Ese viaje a través de las diversas formas enlas que todos nosotros somos irracionalesconstituye, pues, el asunto del que trata este libro.Y la disciplina que me permite abordar el tema sedenomina economía conductual.La economía conductual es un camporelativamente nuevo, que se basa en elementostanto de la psicología como de la economía, y queme ha llevado a estudiar de todo, desde nuestra

renuencia a ahorrar para la jubilación hasta nuestraincapacidad de pensar con claridad durante losperíodos de excitación sexual. Sin embargo, no esúnicamente el comportamiento lo que he tratado deentender, sino también los procesos de toma dedecisiones que subyacen a dicho comportamiento;los suyos, los míos y los de todo el mundo. Peroantes de seguir, permítame que trate de explicarbrevemente de qué trata la economía conductual yen qué se diferencia de la economía estándar.Empecemos con un poquito de Shakespeare:¡Qué obra admirable es el hombre! ¡Qué noble en surazón! ¡Qué infinito en capacidad! ¡Qué exacto yadmirable en forma y movimiento! ¡Qué semejante aun ángel en su acción! ¡Qué parecido a un dios en sucomprensión! Es la belleza del mundo, el ideal de losanimales.Hamlet, acto segundo, escena II(trad. J.M. Valverde).La visión predominante de la naturalezahumana, que en gran medida comparten los

economistas, los políticos y el hombre de la calle,es precisamente la reflejada en esta cita.Obviamente, esta visión resulta en gran partecorrecta. Nuestras mentes y nuestros cuerpos soncapaces de acciones asombrosas. Podemos vercaer una pelota desde cierta distancia, calcular alinstante su trayectoria e impacto, y a continuaciónmover nuestro cuerpo y nuestras manos paraatraparla. Podemos aprender nuevas lenguas confacilidad, especialmente de niños. Podemosdominar el ajedrez. Podemos reconocer miles derostros sin confundirlos. Podemos hacer música,literatura, tecnología, arte. y la lista continúa.Shakespeare no fue el único que supoapreciar la mente humana. De hecho, todospensamos en nosotros mismos en términosparecidos a la descripción del dramaturgo (si biensomos conscientes de que nuestros vecinos,cónyuges y jefes no siempre están a la altura deesa pauta). En el ámbito de la ciencia, talessupuestossobrenuestracapacidadde

razonamiento perfecto han pasado a la economía,donde esta idea básica llamada racionalidadconstituye el fundamento de las teorías,predicciones y recomendaciones económicas.Desde esta perspectiva, y en la medida en quetodos creemos en la racionalidad humana, todossomos economistas. No quiero decir con ello quetodos y cada uno de nosotros podamos desarrollarintuitivamente complejos modelos de la teoría dejuegos o comprender el denominado «axiomageneralizado de la preferencia revelada» (oGARP, por sus siglas en inglés), sino que pretendoafirmar que sostenemos las mismas creenciasbásicas sobre la naturaleza humana en las que sebasa la economía. En este libro, pues, cuandohablo del modelo económico racional, me refieroal supuesto básico que la mayoría de loseconomistas y muchos de nosotros albergamossobre la naturaleza humana: la simple y persuasivaidea de que somos capaces de tomar lasdecisiones correctas por nosotros mismos.

Aunque cierto grado de fascinación ante lacapacidad de los seres humanos resulta claramentejustificable, existe una importante diferencia entreun profundo sentimiento de admiración y elsupuesto de que nuestra capacidad derazonamiento es perfecta. De hecho, este librotrata sobre la irracionalidad humana, es decir, ladistancia que nos separa de la perfección. Creoque la capacidad de reconocer lo que nos separadel ideal constituye una parte importante de laempresa de tratar de conocernos realmente anosotros mismos, y una parte, además, que prometenumerosos beneficios prácticos. Comprender lairracionalidad es importante para nuestrasacciones y decisiones cotidianas, y también paraentender la forma en que diseñamos nuestroentorno y las opciones que éste nos presenta.Mi siguiente observación es la de que no sólosomosirracionales,sino previsiblementeirracionales; es decir, que nuestra irracionalidadse produce siempre del mismo modo una y otra

vez. Ya actuemos como consumidores, comoempresarios o como responsables de decisionespolíticas, comprender el modo en que somosprevisiblemente irracionales proporciona un puntode partida para mejorar nuestra capacidad dedecisión, cambiando para mejor nuestra forma devida.Esto me lleva a la verdadera «fricción»(como Shakespeare podría muy bien haberlallamado) que existe entre la economíaconvencional y la economía conductual. En laeconomía convencional, el supuesto de que todossomos racionales implica que en la vida cotidianacalculamos el valor de todas las opciones a lasque nos enfrentamos y luego seguimos la mejorlínea de acción posible. ¿Y si cometemos un errory hacemos algo irracional? También aquí laeconomía tradicional tiene una respuesta: las«fuerzas del mercado» se abaten sobre nosotros yrápidamente nos conducen de nuevo a la senda dela rectitud y la racionalidad. De hecho, basándose

en tales supuestos, varias generaciones deeconomistas, desde Adam Smith, han podido llegara conclusiones trascendentales sobre todos lostemas, desde los impuestos hasta las políticassanitarias pasando por el precio de los bienes yservicios.Sin embargo, y como el lector verá en estelibro, en realidad somos mucho menos racionalesde lo que presupone la teoría económica estándar.Asimismo, esos comportamientos irracionalesnuestros ni son aleatorios ni carecen de sentido.Antes bien, resultan ser sistemáticos y, en lamedida en que los repetimos una y otra vez,previsibles. ¿Tendría sentido, entonces, modificarla economía estándar, alejándola de la psicologíaingenua que a menudo no logra superar la pruebade la razón, la introspección y –lo que es másimportante– el escrutinio empírico? Eso esprecisamente lo que trata de conseguir el nacientecampo de la economía conductual, y también estelibro, en tanto constituye una pequeña parte de

dicha empresa.Como verá en las siguientes páginas, cadauno de los capítulos de este libro se basa en unoscuantos experimentos que he ido realizando a lolargo de los años junto con algunos genialescolegas (al final del libro incluyo un breve esbozobiográfico de mis asombrosos colaboradores). ¿Ypor qué experimentos? Pues porque la vida escompleja, con múltiples fuerzas que ejercensimultáneamente su influencia sobre nosotros, ydicha complejidad hace difícil averiguarexactamente cómo cada una de esas fuerzasconfigura nuestro comportamiento. Para lossociólogos, los experimentos son como unaespecie de microscopio o de luz estroboscópica:nos ayudan a ralentizar el comportamiento humanoreduciéndolo a una sucesión de acontecimientos«fotograma a fotograma», a aislar fuerzasconcretas y a examinar dichas fuerzasminuciosamente y con mayor detalle. Nos permiten

comprobar de manera directa e inequívoca qué eslo que nos motiva.Si las lecciones aprendidas en unexperimento se limitaran al entorno preciso dedicho experimento, su valor sería tambiénlimitado. Pero lejos de ello, me gustaría que ellector pensara en los experimentos como algo queda ideas acerca de cómo pensamos y cómotomamos decisiones, no sólo en el contextoconcreto de un experimento determinado, sinotambién, por extrapolación, en numerososcontextos de la vida.En cada uno de los siguientes capítulos, pues,he dado ese paso de extrapolar los hallazgos delos experimentos a otros contextos, tratando dedescribir algunas de sus consecuencias para lavida, la empresa y las políticas públicas. Lasconsecuencias que aquí extraigo no constituyen,obviamente, más que una lista parcial.Para extraer un auténtico valor de todo esto, yde la sociología en general, es importante que

usted, lector, dedique algo de tiempo a reflexionarsobre el modo en que los principios delcomportamiento humano identificados en losexperimentos se aplican a su propia vida. Misugerencia es que haga una pequeña pausa al finalde cada capítulo y considere si los principiosrevelados en los experimentos podrían hacer suvida mejor o peor; y lo que es más importante: quéharía usted de manera distinta dados los nuevosconocimientos que acaba de adquirir sobre lanaturaleza humana. Es ahí donde reside laauténtica aventura.Y ahora, iniciemos nuestro viaje.

1La verdad de la relatividadPor qué todo es relativo, inclusocuando no debería serloCierto día, mientras navegaba por Internet(evidentemente por razones de trabajo, no paramatar el rato), me tropecé con la sección desuscripciones del sitio web de la revista TheEconomist.Fui leyendo una a una todas las posibilidadesde suscripción que se me ofrecían. La primeraoferta, una suscripción que permitía el accesoonline a todos los artículos de la revista por 59dólares anuales, me pareció razonable. La segundaopción, una suscripción a la versión impresa de larevista por 125 dólares al año, resultaba algo máscara, aunque seguía pareciendo razonable.

Pero luego leí la tercera opción, donde seofrecía el acceso online más la suscripción a laversión impresa por 125 dólares anuales. Hube deleerla dos veces antes de volver a dirigir mi vistaa la opción anterior. ¿Quién iba a querersuscribirse sólo a la versión impresa –mepregunté–, cuando por el mismo precio se ofrecíala versión impresa más el acceso online? Es cierto

que podía haber un error tipográfico en la opciónde la versión impresa sola, pero yo sospechabaque los inteligentes chicos de la sede londinensedel Economist (y sin duda son inteligentes, ademásde bastante pícaros, de un modo especialmentebritánico) en realidad me estaban manipulando.Estoy bastante seguro de que lo que querían eraque yo ignorara la opción de la suscripción online(que suponían que sería mi elección, dado queestaba leyendo la oferta precisamente en Internet),para pasar a la otra opción, más cara: el accesoonline más la versión impresa.Pero ¿cómo podían manipularme? Yosospechaba que era porque los genios delmárketingdel Economist (a quienes podíaimaginar perfectamente con sus corbatas y susamericanas) conocían un aspecto importante de lanaturaleza humana: los seres humanos raramenteeligen las cosas en términos absolutos. No tenemosun medidor de valor interno que nos diga cuántovalen las cosas. Lejos de ello, nos fijamos en la

ventaja relativa de una cosa en relación con otra, yestimamos su valor en función de ello (así, porejemplo, no sabemos cuánto cuesta exactamente unautomóvil con un motor de seis cilindros, pero sípodemos suponer que es más caro que el modelode cuatro cilindros).En el caso del Economist, puede que uno nosupiera si la suscripción al acceso online por 59dólares anuales era o no mejor opción que lasuscripción a la versión impresa por 125 dólares.Pero sí sabía, sin duda alguna, que la opción delacceso online más la versión impresa por 125dólares era mejor que la opción de la versiónimpresa sola por ese mismo precio. De hecho, unopodía deducir razonablemente que en la opcióncombinada el acceso online salía gratis. «¡Es unaganga! ¡No la deje escapar!», casi podía oírlesgritar desde las orillas del Támesis. Y deboadmitir que, si hubiera tenido la intención desuscribirme a la revista, probablemente yo mismohabría escogido la opción combinada (más tarde,

cuando sondeé la oferta con un gran número depersonas, ésa fue la opción que prefirieron lainmensa mayoría de ellas).¿Qué era, pues, lo que ocurría? Permítameempezar con una observación fundamental: lamayoría de la gente no sabe lo que quiere si no love en su contexto. No sabemos qué clase debicicleta de carreras queremos hasta que vemos aun campeón del tour de Francia haciendo moverlos engranajes de un determinado modelo. Nosabemos qué clase de altavoces queremos hastaque oímos unos que suenan mejor que losanteriores. Ni siquiera sabemos qué queremoshacer con nuestra vida hasta que encontramos a unamigo o un pariente que está haciendo exactamentelo que nosotros creemos que deberíamos hacer.Todo es relativo, y ésa es la clave. Como un pilotode avión que aterriza en la oscuridad, queremosdisponer de balizas a ambos lados que nos guíenhacia el lugar donde poder tomar tierra.En el caso del Economist, la decisión entre

las opciones del acceso online y la versiónimpresa sola requería cierta cantidad depensamiento. Pero pensar resulta doloroso, demodo que los responsables de márketing de larevista nos ofrecían una opción que no requeríaningún esfuerzo mental: la de las versiones onlinee impresa combinadas.Pero los genios del Economist no son losúnicos que han descubierto esto. Fijémonos, si no,en lo que hace Juan, el dueño de la tienda detelevisores. Éste emplea la misma clase general detrucos con nosotros cuando decide qué televisoresponer juntos en el escaparate:Grundig de 19 pulgadas, por 210 eurosSony de 26 pulgadas, por 385 eurosSamsung de 32 pulgadas, por 540 euros¿Cuál elegiría usted? En este caso, Juan sabeque a los clientes les resulta difícil calcular elvalor de las distintas opciones (¿quién sabe

realmente si el Grundig de 210 euros es o no mejorque el Samsung de 540?). Pero Juan sabe tambiénque, dadas tres opciones, la mayoría de la genteescogerá la intermedia (que es como haceraterrizar el avión entre las dos líneas de balizas).¿Se imagina, entonces, qué televisor situará Juancomo el de precio intermedio? ¡Ha acertado!:precisamente el que quiere vender.Obviamente, Juan no es el único inteligente.Hace poco el New York Times publicó una noticiasobre un tal Gregg Rapp, un consultorestadounidense especializado en restaurantes quecobra por determinar los precios de las cartas.Sabe, por ejemplo, cómo se ha vendido este año elcordero en comparación con el año anterior; si seha pedido más con calabaza o con arroz, y si laclientela ha bajado cuando el precio del platoprincipal ha subido de 39 a 41 dólares.Algo que Rapp ha aprendido es que lapresencia de un segundo plato muy caro en la cartaaumenta los ingresos para el restaurante; aunque

nadie lo pida. ¿Y por qué? Pues porque, si bien engeneral la gente no quiere pedir el plato más carode la carta, muchas veces sí pide el segundo máscaro. De modo que, al poner un plato muy caro, elrestaurador atrae al cliente a pedir la segundaopción más cara (lo que puede arreglarseinteligentemente para que produzca un mayormargen de beneficio).1Examinemos, pues, el juego de manos delEconomist a cámara lenta.Como recordará el lector, las opciones eran:1. Suscripción al acceso online solo por 59dólares.2. Suscripción a la versión impresa sola por125 dólares.3. Suscripción al acceso online y la versiónimpresa por 125 dólares.Cuando les presenté estas mismas opciones a100 alumnos de la Escuela de Gestión Sloan, del

Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT),sus elecciones fueron las siguientes:1. Suscripción al acceso online solo por 59dólares: 16 alumnos2. Suscripción a la versión impresa sola por125 dólares: 0 alumnos.3. Suscripción al acceso online y la versiónimpresa por 125 dólares: 84 alumnos.Hasta ahora los alumnos de máster de laSloan parecen tíos inteligentes. Todos ellos vieronla ventaja de la oferta combinada del accesoonline y la versión impresa sobre la versiónimpresa sola. Pero a la vez se vieron influidos porla mera presencia de la opción de la versiónimpresa sola (lo que de aquí en adelante, y no sinuna buena razón, denominaré el «señuelo»). Enotras palabras: supongamos que eliminamos elseñuelo para que las opciones se reduzcan a dos,tal como se muestra en la figura adjunta.

¿Responderían los estudiantes igual que antes(16 para el acceso online y 84 para la ofertacombinada)?

Sin duda habrían de reaccionar de la mismamanera, ¿por qué no? Al fin y al cabo, la opciónque yo había eliminado era una que no habíaelegido nadie, de modo que no debería suponerninguna diferencia. ¿No es cierto?Pues no. Todo lo contrario. Esta vez, 68 delos alumnos eligieron la opción del acceso online

preguntarme por qué me gustaba una chica pero no otra, por qué mi rutina diaria estaba diseñada para que les resultara cómoda a los médicos pero no a mí, por qué me gustaba hacer escalada pero no estudiar historia, por qué solía preocuparme tanto por lo que los demás pensaran de mí y, sobre todo, qué hay en la vida que motiva a la .

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